Dos hombres altos, adustos y bien vestidos, casi de etiqueta, se sitúan en mitad de un puente escoltando a un tercero. La imagen de este último -tu propia imagen, de hecho- es apenas reconocible por las magulladuras en la cara y su ropa andrajosa. Cabizbajo y con la mirada puesta en el abismo, sus manos permanecen atadas a la espalda con una áspera cuerda. De alrededor de su cuello pende con flacidez una soga amarrada a la base del viejo farol.
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